18.03.14
Campo de Refugiados Aydan – Palestina
Subiendo las colinas de Jerusalén, cruzamos el primer control que separa los isarelís de los palestinos, llegamos a Belén. Las metralletas de los militares vestidos de verde se hacen visibles, y una vez cruzado el paso encontramos una población llena de vida. Sin embargo, tras el telón de cemento de 9 metros de altura se esconde una población aterrorizada por la presión que ejerce el ejercito israelí. Dentro de la población de Belén se encuentra el campo de refugiados palestinos de Aida, creado en el 1948 después de los primeros grandes desplazamientos de palestinos forzados por el nuevo estado de Israel. Este campo de refugiados ha evolucionado hasta ser un pueblo dentro de esta ciudad mística e histórica. Recorremos un entramado de calles irregulares e improvisadas hasta llegar a la escuela masculina, donde nos reciben varios niños del campo, el director del colegio, Ibrahin Issa (director del campo), Christoph von Toggenbur, trabajador de la UNRWA, una agencia de la ONU creada para luchar por el futuro digno de los refugiados palestinos y miembro de esta. Entre estos muros los heridos y asesinados son algo más que números, se explican los hechos individuales que nos acerca al sufrimiento diario y al miedo constante que sienten bajo la incesante mirada de los militares. En sus casa no se sienten seguros, ya que muchas noches sus sueños se ven perturbados por las incursiones que realiza el ejercito israelí y los arrestos infundamentados de niños y adolescentes.
El ruido de piedras lanzadas por niños contra las paredes del mundo, nos transporta del aturdimiento de la llegada a la realidad. El odio, frustración y tristeza de estos niños es tanta que esta vía de escape disfrazada como juego infantil no les hace ser consciente del riesgo que corren, ya que a menudo se ven arrestados en prisiones donde los humillan y manipulan para sacarles información. Esta información suele ser falsa y es producto del sentimiento que les provocan para sentirse como héroes, o de las presiones físicas y mentales que ejercen sobre ellos. Ni el fútbol u otros juegos les libra de esta tortura. Son niños que crecen siendo tratados como adultos y así se tienen que enfrentar al día a día.
La UNRWA vela por estos refugiados, pero son ellos mismos quienes han tenido que sacarse las castañas del fuego de este infierno. Con perseverancia y orgullo han construido una comunidad que tiene los servicios mínimos: la educación y la sanidad. En este campo no solamente hay escuelas, también han creado un centro juvenil, Lajee, donde niños y jóvenes descubren y desarrollan sus habilidades. Imparten cursos como baile, fotografía, cine, entre otras cosas, que les ayuda a labrarse un futuro más digno y próspero en el que todos se apoyan unos a otros, ya que todos han sufrido la pesadilla de las prisiones israelís para palestinos. Les preguntamos si saben hebreo para poder defender sus derechos y entender todos los documentos que les hacen firmar, pero con orgullo responden que no, que no quieren someterse al poder ni a la lengua del colono y que prefieren no aprenderlo o no hablarlo para reafirmar su identidad. Un jóven de 28 años que coordina el centro, Mohammad Al Azraq, nos explica sus experiencias personales y nos describre los sueños de estos jóvenes. No sueñan con cosas abstractas ni con un futuro lejano, sueñan con cosas tan básicas como la libertad, la libre mobilidad, unas mejores condiciones y ver el mar. No quieren ser pilotos, ni ingenieros, quieren ser ciudadanos libres y poder vivir sus propias vidas dentro de sus límites, no de límites ajenos. Si nos asomamos al balcón de una de las aulas, observamos que una delgada pared separa el área de recreo con sus columpios y toboganes, con el cementerio del campo. Una visión gris que se fusiona con las coloridas atracciones infantiles.
Desde la terraza se ve el serpenteado muro que cada vez se come más terreno palestino y otro joven con herida de bala nos explica cómo fue atacado mientras hacía unas fotos a los militares. Él ha tenido la oportunidad de viajar, y combina su trabajo de periodista con el de director de cine. Ha tenido la suerte de poder presentar sus películas en varios festivales, pero es consciente de la situación en la que se encuentra.
La última visita ha sido a una exposición de fotografía en las que se detallan los sueños y las pesadillas de varios individuos. Pocos sueños cumplidos y demasiadas pesadillas vividas.
De vuelta al hostal, contorneamos nuevamente el serpenteado muro que separa ambas partes, y se nos presenta una galería de grafitis con lemas reivindicativos y de lucha que proclaman en una sola voz que nunca se rendirán y que algún día volverán.